La adolescencia no es solamente el período del ciclo de vida en el cual se
verifican los mayores cambios psico-físicos, sean en el plano cuantitativo o
cualitativo (maduración de las características sexuales primarias y secundarias, del pensamiento abstracto, etc.), sino que es también un período
heterogéneo, con un inicio y término difuso y, por esto mismo, difícilmente
delimitable. En la sociedad occidental el paso de la infancia a la llamada
preadolescencia es cada vez más precoz y a su vez, el ingreso a la sociedad
adulta, en términos de autonomía, tiende progresivamente a ubicarse más
adelante, de tal manera que la adolescencia llega a ser, por consecuencia, un
período muy amplio y, más aun, muy multiforme. En este período de grandes
transformaciones se define progresivamente el ensamblaje de los esquemas
emotivos-afectivos e ideativos que configuran el cierre organizacional y, por
lo tanto, la emergencia de una organización estable de significado personal,
peculiar para cada individuo (Guidano, 1987).
La maduración emocional y afectiva se realiza a partir de formas generales de reactividad a lo largo del eje placidez-agresividad y de activaciones positivas o negativas a lo largo del eje placer – displacer. Esto permite el reconocimiento y memorización de los estímulos ambientales, los cuales, de esta manera, activan reacciones subjetivas específicas en relación a las propias expectativas, las que se expresan, ya sea a través de manifestaciones comportamentales o mediante comunicaciones no verbales y, posteriormente, verbales.
En el curso del desarrollo, a partir de la relación de apego, las emociones son
utilizadas en la construcción del sistema representativo del sí mismo y de las otras figuras significativas; de este modo, la autorrepresentacion de las emociones (es decir, su representación a nivel consciente) constituye el elemento central en torno al cual se articula la construcción del sí mismo respecto al espacio intersubjetivo en el cual el individuo se encuentra viviendo.
Bajo el perfil adaptativo, las funciones emotivas y afectivas orientan, por lo
tanto, los procesos cognitivos (especialmente la atención y el aprendizaje),
proporcionando a tales procesos una valoración subjetiva que condiciona
también las modalidades con las cuales se expresan en los otros ámbitos
de las relaciones significativas (Nardi, 2001).
Estudios neurológicos ya clásicos han demostrado que las emociones no
solo otorgan mayor o menor relevancia a los recuerdos, sino que también
actúan de tal manera que hacen que algunas experiencias, particularmente
significativas por su resonancia emotiva (positiva o negativa), sean recordadas con mayor rapidez y durante más tiempo. Análogamente, son las
emociones las que motivan o inhiben los comportamientos que son la base
de las acciones y de la proyección individual: es una experiencia común que
una activación positiva para la realización de un evento facilita la búsqueda
de posteriores metas, mientras que el no logro de un proyecto inhibe y
desmotiva (Kandel et al., 1994)
A partir de las fases más precoces del desarrollo, cuando las funciones
cognitivas son todavía extremadamente rudimentarias, las sensaciones, las
percepciones y las emociones estructuran las modalidades de contacto con
el ambiente y se expresan a través de esquemas senso-motores, primeramente generales y después cada vez más específicos, sobre la base de la mayor o menor consonancia que tienen respecto de la coherencia interna del sujeto.
A través del apego, las primitivas activaciones emotivas de excitación generalizada son gradualmente estructuradas en configuraciones de conjunto, organizadas en el ciclo de vida con creciente complejidad. Estas configuraciones permiten ordenar la experiencia de modo de obtener una percepción estable y definida de sí mismo y de la realidad externa.
Esto ocurre a partir de elementos emocionales de base – “basic emotions” -,
en parte, genéticamente determinadas, las que, poco a poco, se estructuran
mediante los aprendizajes en esquemas emocionales más complejos e integrados: “emotional schemata”. En las emociones, de hecho, se pueden individualizar componentes sensitivos y perceptivos, modificaciones neurovegetativas asociadas y reacciones comportamentales (Damasio, 1999).
Particularmente, si el contexto destinado al cuidado presenta márgenes
emocionales suficientemente estables y bien definidos, sean positivos o
negativos, favorecen en el niño el reconocimiento temprano de los propios pattern de activación emotiva y la adquisición de un también precoz
sentido de continuidad y de estabilidad personal. Las activaciones internas
son percibidas como primarias, existiendo una precoz focalización en las
emociones de base (ver más adelante). El niño tiende, por lo tanto, a focalizar a través de la propia continuidad todo cambio ambiental, como modalidad diferente de percibirse día a día, siendo, sin embargo, siempre el mismo: lectura interna o “inward”.
Si, por el contrario, el contexto destinado al cuidado se muestra imprevisible,
inconstante, inestable, ambiguo o ambivalente, y no se encuentra en condiciones de asegurar una sincronía de los propios ritmos psicofisiológicos
con los del niño, este último encuentra una dificultad mayor o menor para
diferenciar los propios ritmos psicofisiológicos de las activaciones emotivas
y para reconocer los propios pattern emocionales. Teniendo la tendencia a
modificar el mundo interno para hacerlo semejante con el externo, el niño
se muestra inseguro al focalizar las activaciones emotivas de base, mientras
privilegia las tonalidades emotivas autoconscientes que aparecen más tarde (ver además, emociones secundarias: p.e., culpa, vergüenza, disgusto). El
niño tiende, por lo tanto, cada vez más a focalizarse en la variabilidad que
coge a cada instante del ambiente y a construir el sentido de estabilidad,
de constancia y de permanencia del sí mismo justamente a través de esta
variabilidad: lectura externa o “outward”.
Como se ha dicho en las premisas, los procesos de maduración que tienen
su punto de apoyo en la construcción de la identidad se articulan característicamente en el curso de la adolescencia mediante momentos fisiológicos de inestabilidad, que implican también decaimientos bruscos y transitorios del tono del humor (la llamada “depresión fisiológica”), expresión de reajustes críticos del equilibrio interno en relación a las modalidades subjetivas de asimilar y de referirse a sí mismo la experiencia vivida (Cesari, 1990; Nardi, 1995). El alejamiento de los referentes ideo – afectivos y culturales que habían soportado en el curso de la infancia los procesos cognoscitivos y la necesidad de redefinir, a partir de la imagen de sí mismo, un nuevo y más personal universo de conocimientos, más articulados y complejos puede, de hecho, favorecer la aparición de actitudes depresivas, especialmente cuando los rápidos e imprevisibles cambios corporales y los cambiantes roles relacionales perturban un sentido de sí mismo todavía precario e inestable, sin que estén disponibles, en la óptica del adolescente, referentes alternativos alcanzables (Chandler, 1975; Kaplan, 1984; Braconnier, 1993; Nardi, 1995).
Por tanto, en el curso de la preadolescencia y de la adolescencia, las variaciones fisiológicas del tono del humor adquieren un rol fundamental en la maduración psico – relacional y, por lo tanto, en la estructuración de la personalidad, modulando las capacidades individuales, más o menos flexibles, de asimilar la experiencia, aunque ella consista en eventos perturbadores bajo el perfil emotivo y relacional (Reda y Liotti, 1984; Nardi, 1995).
NARDI, BERNARDO (2004). LA DEPRESIÓN ADOLESCENTE. Psicoperspectivas, III (1), 95-126. [Fecha de consulta 6 de abril de 2020]. ISSN: 0717-7798. Disponible en: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=1710/171017841006